Ha llegado el momento de presentaros el relato ganador de la primera categoría del I Certamen de Relato Corto de Proyecto Pushkin.
Su autora es María Gorostiaga Revert, del colegio San Cernin de Pamplona. Como sabéis, el premio ha consistido en la subvención del viaje y la estancia en el campo de trabajo que se celebra este verano en Pushkin. Ésta es una iniciativa de la ONG Ibher que se ha hecho posible gracias al programa "Territorios Solidarios" de BBVA
¡Esperamos que el relato ganador os guste el tanto como a nosotros!
Su autora es María Gorostiaga Revert, del colegio San Cernin de Pamplona. Como sabéis, el premio ha consistido en la subvención del viaje y la estancia en el campo de trabajo que se celebra este verano en Pushkin. Ésta es una iniciativa de la ONG Ibher que se ha hecho posible gracias al programa "Territorios Solidarios" de BBVA
¡Esperamos que el relato ganador os guste el tanto como a nosotros!
"SIEMPRE UN HOY"
Todos están sonriendo felices mientras damos un
paseo en barco por el lago cercano a la casa de verano.
No es la
primera vez que venimos, todos los años en el mes de Julio pasamos aquí unos
días para que, como dicen papá y mamá: “desconectemos del barullo de la
ciudad”. A mí me encanta este sitio porque
estamos todos juntos y puedo jugar en el jardín de la casa mientras mis
hermanos, Luis y Carmen, hacen “cosas de mayores”.
Mamá me ha dicho algo porque veo como mueve los
labios pero no le he escuchado porque aún saboreando la chocolatina de la
merienda intento cazar un pez, de esos de colores que tanto me gustan. Mis
hermanos se lo pasan bien salpicándose agua y papá no parece tener ganas de
volver a casa por la cara que pone. Mientras conduce la lancha mamá lo abraza
por la espalda y yo, que soy muy cariñoso y me doy cuenta, me uno por detrás. Todos
reímos a la vez.
Creo que ya estamos volviendo porque estos árboles
ya los he visto antes.
-¡Mira mamá! - le grito mientras señalo un avión.
- ¿Algún día
podré conducir uno de esos?
Mamá se
acerca a mí, me coge en brazos y ya volando aunque no tan alto como el avión me
convierto en piloto, con un “brrruummmm” constante giro a derecha y a izquierda
antes de que la lancha se acerque a la costa. Mis hermanos, como siempre, salen
los primeros y yo que ya he dejado de pilotar cojo con una mano a mamá y con la
otra a papá y doy un súper salto para no mojarme los pies.
Voy directo a por el balón y tras darle unas cuantas
patadas consigo meter un gol. Sin querer doy un balonazo a unas flores que se
caen rotas al suelo. Los pétalos saltan por los aires y a mí me parece
divertido hacer un dibujo con la tierra que hay en el suelo para recordar el
día de hoy. Papá oye el ruido y como no
le gusta lo que ve se enfada mucho y me
ordena que lo recoja. No me gusta recoger, es aburrido y así no me lo paso bien. Al final para que
papá no me diga nada limpio todo y entro en casa con la cabeza agachada.
Es entonces
cuando al entrar al salón descubro una tarta gigante donde con letras muy
grades leo: ¡Felicidades Daniel!
¡Es verdad! Ya no me acordaba, hoy cumplo ocho años.
Vuelvo a mirar a la tarta, hay muchas velas de colores encendidas. Justo
entonces, papá, mamá y mis hermanos empiezan a cantar:
“¡Cumpleaaaños
feeeliz,
cumpleaaaaaños
feeeeliz,
te
deseeeaaaamos tooooodos
cumpleaaaaaaaaños
feeeeliz!”
Con todas mis fuerzas soplo las ocho velas sin
olvidarme del deseo que este año tanto había pensado, “deseo, deseo… “.
Daniel se despertó de golpe. Giró sobre sí mismo y
al ver la hora que marcaba el reloj se dio cuenta de que le había vuelto a
pasar.
Otra vez ese sueño que tanto se repite y que
insistentemente le recuerda la infancia que nunca tuvo.
Aún desconcertado se levanta de la cama en dirección
al baño, abre el armario y coge el bote de pastillas que le recetó el médico.
Desde que lo despidieron de su último empleo es algo tan normal que ni siquiera
necesita la ayuda de la luz para
encontrar la medicación. Este acto rutinario comienza a preocuparle, le
horroriza pensar en llegar a convertirse
en alguien como su padre, tan dependiente de sustancias que le impidieron
llevar una vida normal y que lo arrastraron a la destrucción.
Vuelve a la cama, y aunque desconfiando del efecto
de los somníferos hace un esfuerzo por recuperar el sueño. Cierra los ojos e
intenta olvidarse de todos los problemas que últimamente le acompañan como una
sombra. Son esos ochocientos euros de subsidio, la impotencia de llevar seis
meses parado y los recuerdos borrosos que de sus padres que no consiguió, ni
conseguirá olvidar, los que le impiden dormir con normalidad.
Hora y media más tarde, desesperado por no poder
conciliar el sueño se pregunta, con la mirada perdida en el techo, por el sueño
que lo ha despertado. Ha escuchado varias veces cómo éstos tienen un
significado, aunque como muchas otras cosas, nunca se lo ha creído.
Lo que sí sabe es que él nunca celebró así su octavo
cumpleaños. Realmente ni su octavo ni su noveno tampoco, no tuvo una infancia
feliz y eso le impidió pedir un simple deseo infantil.
Los gritos y peleas eran constantes en su casa y la
adicción de sus padres hacía la convivencia muy difícil.
Por lo que le contaron, murieron en un accidente de
tráfico cuando, bajo los efectos de las drogas invadieron el carril contrario.
Ese fue el final, pero al mismo tiempo supuso un comienzo para Daniel.
Empezó una vida de nómada. De centro de acogida en
centro de acogida. Los primeros meses no los recuerda tan malos, ya que aun
permanecía con sus hermanos, pero eso solo fueron unos meses.
Dos semanas antes de cumplir ocho años lo
trasladaron junto con otros niños a un nuevo hogar. No sabía dónde estaba y se
sentía muy solo. A pesar de que sus
recuerdos no están muy definidos no olvidará jamás la mujer que un día fue a
recogerle con la esperanza de acogerlo como a uno más en su familia. Recuerda
el olor y el tacto de su abrigo cuando salieron del centro con su pequeña
maleta, todo parecía perfecto, pero las cosas no se resolvieron como se esperaba. Su adolescencia conflictiva
y autodestructiva fruto de los ejemplos que había recibido le hizo acabar en un
centro de menores, donde permaneció esta
vez sí, hasta haber cumplido la mayoría de edad.
El ruido de la ciudad amaneciendo le hizo volver a
la realidad. Volvió a mirar el reloj, el despertador estaba a punto de sonar.
Se dio cuenta de que los lamentos no solucionaban nada, que se podría quejar de
muchos aspectos pero al fin y al cabo no todo le había salido tan mal. Tuvo
personas a su lado que le apoyaron.
Con la mentalidad optimista que le define, Daniel se
levanta de la cama, sube las persianas y disfruta de los primeros rayos de sol
que a duras penas se reflejan en el cristal de su habitación.
Abre la ventana, respira profundamente y sonríe.
Preparado para el día de hoy, rebusca entre las
camisas de su armario y coge un gran paquete envuelto en un bonito papel de
regalo azul. Orgulloso de lo que lleva entre manos sale del cuarto y con sumo
cuidado de no hacer ruido, abre la puerta de la habitación de su hijo.
Se acerca a la cama, deja el paquete sobre ella y
con unos cariñosos besos despierta a Pablo. El pequeño hombrecito con los ojos
aún pegados del sueño se levanta rápidamente cuando su padre intenta entonar “Cumpleaños
feliz”.
Pablo abre el paquete y con cara de sorpresa
exclama:
-¡Es un avión, lo que yo quería! - y con un "brrrruuuuummm"
salió corriendo de la habitación. Volvió
y abrazó fuertemente a su padre. Una sonrisa de oreja a oreja como signo de
agradecimiento y unos ojos llenos de
ilusión, hacen que Daniel se olvide de todos sus problemas y se prometa una vez
más que siempre estará con él y no lo abandonará jamás.
Muuuuuuuuuuuy bonito!
ResponderEliminarCongratulations! Un relato muy emotivo y precioso, que refleja muy bien la sociedad en la que hoy mucha gente vive inmersa.
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